Los estragos del virus
21 marzo, 2020Los estragos del virus
Édgar Ávila Pérez*
Pasa de la media noche en una ciudad que mira desde las montañas al Golfo de México y un leve quejido rompe la quietud en la habitación. En el sueño profundo de una niña de ocho años, los sonidos de dolor emergen tímidamente.
Las horas avanzan lentamente en la luminosa pantalla del maldito móvil y los chasquidos de la lagartija besucona, una huésped habitual de la casa que recita conciertos nocturnos, se mezcla con los quejidos que suben de tono desde la garganta de la pequeña.
En las horas previas de un domingo con noticias salidas de China donde una pandemia empezaba a ceder y de una vieja Europa sumida en la desesperanza por los latigazos de un virus, surgieron algunos síntomas de alerta: dolor de cabeza y una leve fiebre.
El sueño de los adultos se rompió con los lamentos que no cesan y el sopor de la niña flaquita y de rostro pálido acabó en un llanto chiquito, de esos que surgen quedito pero desde lo más profundo del cuerpo que grita que algo anda mal.
Duele la garganta y mucho, dice ella. Su rostro arde por la incipiente fiebre, pero no entiende qué es lo que le sucede. Me duele, insiste y sus ojos miran con esperanza a los grandes, los que se supone deben cuidarla y protegerla.
De un cajón que en los últimos años es habitual visitar, surgen medicamentos de urgencia para bajar la fiebre y dar un poco de tregua a las agujas de dolor que penetran en el cuerpo que crece. La agresión cede y regresa la quietud a esa noche aciaga que obvio no será la última.
La visita al pediatra y los estudios de laboratorio emitieron un diagnóstico certero: influenza tipo b. La hermana acaba con el mismo diagnóstico, pero con dolores más fuertes e intensos que sacaban lágrimas de desesperanza. Los burós de las habitaciones fueron tomados por asalto por botellas de medicamentos, dispensadores, pastillas y toda una farmacia.
El rostro constante de desesperación por las dolencias que cedían de manera tan lenta durante dos semanas, fueron dardos aterradores en el alma de los adultos.
La cabeza a punto de estallar por los martillazos, la garganta con una lija atravesada en su interior, las subidas de temperatura que desgarraban los músculos y los ríos de agua podrida saliendo de la nariz, los síntomas en horas y días… Lo mismo que la angustia por ver a un ser querido sufriendo.
Y la angustia también llegaba de otros lares. Los amigos, esos que se van cultivando en el caminar de la vida, contaban sus temores lo mismo en China, España e Israel por el avance del virus coronavirus, rebautizado como Covid19.
Algunos de ellos con semanas y meses de encierro obligatorio desde poblados y ciudades de provincias chinas con estrictos controles oficiales; otros entrando a fases de una disciplina policial con sanciones y arrestos; y unos más con medidas de excepción propias de un estado de guerra con los servicios de inteligencia rastreando los movimientos de todos a través de sus malditos móviles para frenar el avance de un virus silencioso.
Todos bien, pero rodeados de historias de dolor por amigos suyos con la enfermedad encima y con amigos o conocidos con la perdida de uno de sus seres queridos que no resistió al embate del nuevo virus.
Son de esas perdidas que dejan huella, como la de una madre, un padre, una abuela y un abuelo. Irreparables y sufribles que dejan marcas por años sino es que en toda la vida.
A la memoria regresan aquellas imágenes de una madre disminuida, con dificultad para comer, para ingerir líquidos y para respirar en las últimas etapas de una enfermedad que atacó su estómago durante seis meses y se la llevó.
Nadie en su sano juicio busca pasar por la enfermedad propia ni por la de un cercano, ya sea hijo, hija, hermano, hermana, padre, madre, abuelo, abuela o la pareja. Es dificil entender a los habitantes de una nación entera que se niegan a aceptar la amenaza de un virus, que se niegan a abandonar las calles, centros comerciales, playas, antros, restaurantes y descargan su humor en memes burlones cuando hermanos de otras naciones padecen.
La falta de empatia de millones de mexicanos hicieron desempolvar Ensayo sobre la ceguera y reeler algunos pasajes para descargar la tristeza por una sociedad tan indiferente: “… El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego”.
*Periodista